De aquel
árbol cayó un fruto entre las piedras, saltó, rebotó y rodó hasta quedar
cómodamente instalado en una especie de escalón desde donde podía ver al que
había sido su hogar y comenzó a gritar pidiendo ayuda. El árbol gigantesco y
orgulloso no lo escuchaba, sacudía sus hojas jugueteando con el viento fresco y
veía volar sus frutos con alegría. Cada uno es la oportunidad de que germine un
nuevo árbol si sus semillas son bien recibidas en tierra fértil y casi todos
los frutos lo entienden así, los que se caen, los que son picoteados por los
pájaros y también los que se roban los niños al pasar.
Pero el
fruto que cayó en las piedras no quería saberlo, creía inocentemente que si
llegaba de nuevo al árbol se volvería a pegar a él y ya no tendría ninguna
preocupación, así que en vez de dejarse caer hacia la tierra que había debajo
de esa roca donde se asentó, decidió empujarse hacia el árbol, nunca salió de
entre las piedras y sus semillas no pudieron echar raíces. Al tercer día era
solo una mancha seca sobre una piedra, debido al calor del sol, y es que hay
ciclos que se deben cumplir y apegos que se deben soltar para poder dar nuevos
frutos, no importa que esos apegos nos hayan hecho felices o por lo menos nos
hayan hecho sonreír alguna vez en el pasado.
Hasta
luego.
Ja ja. Qué ilustración tan rebuscada. Es muy difícil sentirse identificado con el relato.
ResponderEliminarGracias por tu comentario. Me sirve mucho saber cómo se percibe lo que escribo.
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