miércoles, 20 de septiembre de 2017

Yiyo está en el orfanato (Cuento)

"...le encantaba sentir que le ayudaban por el puro gusto de ayudar..."
(hemebe)

Yiyo se sienta en una banquita a la sombra de un árbol viendo cómo llegan los papás y los tíos para llevarse a sus niños. Regados en las demás bancas y en los pasillos hay muchos niños más, todos muy limpios y arreglados para salir, hoy no se ve a ningún pequeño jugando ni corriendo, porque tienen miedo de ensuciarse. Es el fin de semana en que los papás o familiares pueden venir a ver a su niño y algunos de estos hasta pueden salir e irse a pasar unos días en casa para regresar el lunes todavía con su carita de ilusión a platicar, casi presumir, su aventura fuera del orfanato. Algunos otros no salen pero ven a su familia y pasan con ellos la tarde.

Yiyo mira el desfile de adultos que salen con un niño de la mano mientras la tarde se va y después él también se va pero hacia adentro pensando que no importa tanto, porque al cabo que siempre se queda algún otro niño y tienen todos los juegos para ellos solos. Esta vez se quedaron 3 niños, con él ya son 4 y más tarde, cuando se hayan apagado las luces, se juntarán en el dormitorio a platicar sus cosas en voz baja como cómplices que son, porque esa noche los cuatro son “quedados”.

Al siguiente lunes me platica cómo estuvo su fin de semana, como hace siempre, y lo que más me gusta es que siempre que me cuenta cómo estuvo su tarde del viernes esperando ver llegar a su tía, se le iluminan los ojitos y sonríe con mucha alegría diciendo “¡Esta vez casi llegó! De veras, algo le pasó y no pudo, pero casi llegó…”.

Yiyo tiene un álbum de fotos muy bien cuidado, de todas sus páginas, las primeras 4 lo muestran como bebé rodeado de otras caras sonrientes en una casa muy iluminada, “Ella es mi mamá y el de la camisa azul es mi papá” dice, “yo no los conocí, cuando mi mamá murió mi papá se fue a trabajar bien duro para mantenerme, que porque un hombre no puede criar solo a un niño. Y se fue”. En otra foto una chica lo tiene abrazado, “es mi tía, es hermana de mi mamá y con ella estuve hasta que cumplí 6 años… es muy buena y me trataba muy bien”.

Luego se acaba el recreo y regresamos al salón, a las clases. En el salón casi no platico con él, me junto con Juan y Francisco el “Gringo”, que le dicen así porque tiene los ojos azules. Nos conocemos desde hace mucho tiempo porque somos vecinos. Nosotros no vivimos aquí, solamente nos dejan venir a la escuela y cuando terminan las clases nos vamos a la casa a comer y a hacer otras cosas. Es lo normal. Salimos y nos vamos, caminamos media hora o más hasta que cada quién se queda en su casa. Yiyo siempre se queda en el orfanato porque ahí vive, esa es su casa.

Un día, cuando mi hermana me estaba ayudando a hacer la tarea, le conté que existía Yiyo y que vivía en el orfanato y también le dije que él siempre esperaba que su tía fuera a verlo y que hasta ahorita nunca había ido por él, ni siquiera a visitarlo. Mi hermana no me quería creer, pero cuando vio que era cierto me dio un paquetito de dulces de los que mi mamá vendía en su fonda y me encargó que se los diera a Yiyo. Al otro día, en el recreo le di sus dulces y Yiyo nada más se comió uno y guardó todos los demás, ¡ni siquiera me convidó uno!

Otro día Yiyo me preguntó por mi hermana y yo le pregunté que cuál hermana porque tengo tres. A Yiyo le dio mucho gusto saber que yo tenía más hermanas y me preguntó que si todas eran iguales a la que le dio los dulces. Después de pensarlo un rato no encontré mucha diferencia entre mis hermanas y le dije que sí, que eran iguales. Les mandó saludos a todas y me dijo que le gustaría conocerlas. Cuando le conté a mi hermana, ella me prestó un álbum de fotos que todavía no estaba lleno y me dijo que se lo mostrara pero con mucho cuidado de no perder ni una foto ¡y que no se diera cuenta mi mamá! Al siguiente día nos pasamos todo el recreo viendo el álbum. Mi familia es grande, en las fotos donde estamos todos los hermanos y hermanas parece que ahí está una pandilla completa y eso era algo que Yiyo no podía entender. Decía que yo debería ser muy feliz con tanta gente de mi propia familia alrededor. Y yo pensaba que “Pues sí, claro. ¿Por qué se le ocurren esas cosas?”

Una tarde Yiyo nos alcanzó cuando iba con mis amigos a la puerta de salida y me preguntó si lo podía llevar conmigo. No le vi mayor problema y le pedí que nos acompañara, pero él me recordó que era interno y no podía salir más que acompañado de un adulto de su familia y con autorización del director, “¿Y entonces? ¿Qué hacemos?”. Yiyo ya tenía un plan, le pidió a Juan y al Gringo que se llevaran mi mochila y que se esperaran en la esquina del orfanato pero en la banqueta de enfrente, y a mí me pidió que lo acompañara porque sabía cómo salir a escondidas pero le daba miedo ir solo, así que me fui con él. El orfanato era un lugar muy grande, con unos campos llenos de pasto y árboles que me gustaban mucho; en un extremo de ese pedazo de campo estaba la escuela, la iglesia, el auditorio y los juegos, al otro lado del campo estaba el edificio de los dormitorios, a donde nunca me metí porque según lo que decían, si entrabas ahí te tenías que quedar a vivir con los niños internados, ¡no manchen! Eso me asustaba. Total que alrededor de todo el orfanato había una reja de alambre, y casi en la esquina opuesta al camino que nos llevaba a casa, había un agujero grandísimo disimulado con unos arbustos. Pasamos como si fuera una puerta, nos aseguramos que las plantas cubrieran ese pasadizo y comenzamos a correr a donde estaban Juan y Gringo esperándonos.

La primera vez que llegó Yiyo a la casa fue como una fiesta. Mis hermanas estaban preparando lonches de jamón, de salchicha, de huevo y de frijoles para vender a la hora de la cena, y le dieron a Yiyo el más grande y sabroso de todos, con su refresco ¡a mí no me dejaban tomar refresco entre semana! Pero ese día sí tomamos todos, y a cada hermano que iba entrando yo le decía “mira, él es Yiyo” y lo saludaban como si ya lo conocieran acariciándole los cachetes o diciéndole algo chistoso. Estábamos felices. A las siete Yiyo se levantó asustado y dijo que ya se tenía que ir porque a las 8:00 pasaban lista antes de cenar y el orfanato estaba muy lejos, le dije que yo lo acompañaba y mi hermano mayor decidió ayudarnos llevándonos en su bicicleta “¡qué lujo!” pensó Yiyo. Y todavía más, mi hermana salió con un muñeco grandote de “Topo Yiyo” que tenía desde hacía mucho tiempo y se lo regaló a Yiyo diciéndole “se parece a ti, llévatelo”. En la bici no tardamos mucho en llegar, Yiyo se metió corriendo y nosotros regresamos a casa callados pero contentos.

Esa fue la primera, después hubo muchas veces más. 2 o 3 veces por semana Yiyo llegaba conmigo a la casa y aunque no siempre le daban su lonche sí comíamos algo y jugábamos, pero lo que más le gustaba era sentarse a hacer la tarea porque mi hermana se sentaba con nosotros a ayudarnos. A Yiyo le encantaba sentir que le ayudaban por el puro gusto de ayudar. Los días que Yiyo iba a la casa mi hermano nos esperaba afuera de la escuela en su bici. Era un campeón de la bicicleta: llegó a pasear a 5 niños al mismo tiempo sin que ninguno se cayera, y sin cansarse.

Nunca nos visitó durante un fin de semana, los lunes yo le platicaba lo que habíamos hecho en mi casa o con mi abuelita y Yiyo se emocionaba como si hubiera estado ahí. De repente, muy de vez en cuando, me platicaba que su tía no había ido por él.

Sería mayo o junio, ya casi para terminar el año, cuando mi papá nos dijo que nos íbamos a cambiar de casa a una colonia alejada de nuestros rumbos y que íbamos a estar mejor. La idea no me entusiasmó mucho, ¿para qué cambiarnos de casa? Yo aquí vivía muy a gusto, tenía mis amigos, salía a jugar, iba a la escuela… ¿Qué me hacía falta? ¡Nada!

El siguiente domingo mi hermano mayor me pidió que lo acompañara y salí con él. Esta vez no fuimos en su bici, tomamos un camión y nos fuimos sentados. Yo casi nunca me subía a un camión porque no tenía ningún lugar a dónde ir, así que iba contento y emocionado, era como una aventura ir solo con mi hermano viendo las casas, los parques, los carros, la gente ¡esas ventanas parecían una tele! Se veía de todo asomándose por ellas. Al final nos bajamos frente a un parque muy grande y lleno de plantas y árboles. Me gustó y seguí a mi hermano caminando por fuera de este parque, lo fuimos rodeando y de pronto se detuvo y yo junto a él. Me mostró una casa blanca con adornos rojos y ventanas muy grandes y me dijo con orgullo “aquí vamos a vivir”. ¡Qué hermosa casa! Nada que ver con el techo de lámina y la sala con un gran hueco en vez de ventana que había en la casa donde estábamos viviendo todavía… ¡esta sí era una casa! Y con ese parque tan grande enfrente ya no hubo duda: era urgente mudarnos a esta casa.

Regresando a mi casa comenté con mis hermanos más chicos de la casa imaginándomela como un palacio por dentro, ya que solamente conocí la fachada. Mis hermanos más chicos estaban igual de emocionados que yo y los mayores, un poco más tranquilos, también estaban contentos porque ese cambio de casa significaba cambiar nuestra forma de vernos a nosotros mismos, aunque en ese momento no lo entendíamos así, simplemente nos gustaba y punto.

En el recreo del lunes siguiente Yiyo y yo estuvimos platicando, le platiqué muy gustoso acerca de la nueva casa. Esta vez yo era el que tenía los ojitos brillantes y la sonrisa con esa esperanza que dice “¡ya casi!”, estaba tan feliz que no me di cuenta que Yiyo nada más me escuchaba sin hablar ni decirme nada. Y aunque me hubiera dado cuenta creo que hubiera seguido diciéndole lo emocionado que estaba con ese cambio. Cuando se acabó el recreo, antes de regresar al salón, Yiyo se animó a preguntarme “¿y está lejos tu nueva casa?” “¡Huy, sí! Ni siquiera sé cómo llegar, pero ya que sepa te digo, ¿va?”. Yiyo no dijo nada, seguramente pensó “¿Para qué? Si está lejos no voy a alcanzar a ir y venir en el rato que puedo salirme en la tarde”.

Las semanas que faltaban para que terminara el año fueron muy raras, a mí me parecía que el tiempo avanzaba muy, muy lento y Yiyo al revés, decía que se le estaban yendo muy rápido los días. Iba más seguido a la casa, casi todos los días, pero ya no jugaba tanto como antes. Prefería platicar con nosotros, a veces con todos y a veces de a uno por uno. Mi mamá siempre estaba en la cocina y él se sentaba junto a ella a preguntarle cosas secretas de sus comidas, de su familia y de sus recuerdos. Cundo se arriesgaba más se quedaba casi hasta las ocho para platicar un rato con mi papá, y mi papá siempre tenía una palabra cariñosa para él. Después lo llevábamos al orfanato y él ya no corría hacia el comedor como antes, se quedaba parado muy serio viéndonos hasta que llegábamos a la esquina o hasta que los carros que pasaban por la calle nos impedían vernos. Lo queríamos.

Se acabó la escuela y dejé de ir, el orfanato daba vacaciones a los niños que tenían la suerte de ser recogidos por sus familias y a los externos como yo. De vez en cuando íbamos a ver a Yiyo, a veces nada más mi hermano mayor y yo, a veces con alguien más. En cada visita programábamos la siguiente porque en aquellos días no había celulares para ponernos de acuerdo desde lejos. Él también se escapaba cuando podía y llegaba de sorpresa a la casa, se quedaba un buen rato y después lo llevábamos. Mi casa se veía distinta, muchas cosas ya no estaban a la vista porque las teníamos guardadas en cajas de cartón y en bolsas muy grandes. Así estuvimos hasta que un día le avisamos que el viernes de esa semana nos mudaríamos. Yiyo se echó a llorar y se sentó en la sala hecho bolita, no supimos qué hacer y ahí lo dejamos hasta que mi mamá llegó y le ayudó a levantarse para llevarlo a la cocina y darle de cenar. Platicaron, hablaron mucho rato no sé de qué, ninguno de los dos me contó.

La siguiente vez que fue con nosotros Yiyo llevaba su álbum de fotos con sus 4 páginas llenas, se las enseñó a mi mamá y a todos, nosotros le mostramos fotos nuestras, lo dejamos escoger las que quisiera y lo vimos acomodar con mucho cuidado sus fotos en las hojas vacías. Cuando se fue ya tenía más de la mitad de su álbum llena de imágenes. También llevaba fotos de nuestra gata y del perro.

Yiyo dijo que ya no lo íbamos a ver, que no quería vernos partir. El viernes se quedó en el orfanato haciendo sus quehaceres y mirando las fotos de su álbum. Toda la mañana estuvo imaginando cómo estaríamos guardando nuestras cosas y dejando vacía la casa, eso lo ponía muy triste y aunque trataba de distraerse no podía dejar de preguntarse si nos estaríamos acordando de él.

Prácticamente no había nada en la casa, a mí me agarró un poquito de nostalgia cuando vi los cuartos solos de muebles y gente, pero antes de ponerme triste escuché a mis hermanos gritando muy contentos y saludando a Yiyo, que siempre sí se animó a venir, cuando me asomé afuera, mi papá lo estaba abrazando y Yiyo levantaba en su mano derecha el juguete de Topo Yiyo que le había regalado mi hermana aquel primer día que se vieron, después vi que también traía su álbum de fotos. Se quedó a ayudarnos mientras cada uno le escribía algo en su álbum y en su muñeco. Antes de irnos mi hermano iba a bajar su bici para llevarlo pero Yiyo no quiso, quería estar ahí cuando el camión de la mudanza saliera y se llevara a su familia amiga. Nos despedimos muchas veces, no podíamos terminar hasta que mi papá dijo muy serio que ya era la hora, así que nos dimos un abrazo y nos prometimos que nos volveríamos a ver.

Mi última imagen de Yiyo es la de un niño llorando de pie frente a la casa vacía, con un Topo Yiyo de juguete en una mano y un librito de fotos en la otra, no lo vimos moverse de ahí y durante el viaje íbamos tristes, pensando cómo estaría él en su camino de regreso al orfanato. Pero al llegar a la nueva casa se nos olvidó.

Por las noches a veces me ponía muy triste acordándome de Yiyo. Lo peor es que en la nueva casa también hubo otros cambios, por ejemplo mi hermano empezó a trabajar y no tenía tiempo para llevarme al orfanato. Empezó el cuarto año y entré a una escuela cerca de mi casa, ahí no había internos, todos los niños salíamos y nos íbamos cada quien con su familia gritando y jugando. Y eso me hacía acordarme más de Yiyo. Apenas entonces empecé a entender lo solo que él estaba allá internado, y me daban muchas ganas de ir a verlo. Pero no fui.

Habrían pasado 10 años tal vez cuando me detuvo a la salida de mi trabajo un chavo que estaba parado junto a su bicicleta y al verme me gritó por mi nombre, yo me sorprendí porque no lo reconocía aunque me veía con su cara sonriente, con barba y unos brillantes ojos azules, entonces se presentó todavía riendo “soy el Gringo, ya vi que no te acuerdas de mí”. ¡El Gringo! Uf, ¡cuánto tiempo y cuántos recuerdos!, me platicó que Yiyo siguió escapándose del orfanato durante un tiempo y llegaba a la casa abandonada donde antes viví con mi familia, que a veces él y Juan salían y estaban un rato con él y que después los desalojaron y derribaron las casas para hacer un centro comercial. Según él, si yo voy a ese centro debo ubicar la sección frutas y verduras, porque ahí es donde estaban nuestras casas. A partir de ahí le perdió la pista al Yiyo, pero me contó que hace 3 años empezó a trabajar y que se hizo el propósito de regalar algo a los niños del orfanato cada fin de año, para la Navidad, y desde el primer año volvió a encontrar a Yiyo ahí adentro.


No debe haber internos de 18 años o más, pues se supone que los preparan para que salgan a hacer su vida, pero en una de sus escapadas a Yiyo lo atropelló un carro en la Av. Tepeyac y le fue muy mal. Estuvo mucho tiempo en un hospital sin que nadie lo buscara, en el orfanato pensaron que se había escapado y no se imaginaban que se hubiera accidentado. Pero llegó un día en que pudo hablar y fue así como pudo regresar al orfanato, nada más que no puede caminar. Gringo se calló un momento, yo estaba sollozando y creo que le pareció prudente dejarme sacar eso antes de seguir. Después me dijo muy serio “Tiene su muñeco de Topo Yiyo y sus fotos en su cuarto, pregunta por ti cada vez que lo vemos, porque han ido otros amigos de nuestra generación. ¿Quieres ir a verlo?”. ¡Por supuesto que quería ir a verlo! Ahora no tenía la excusa de que no tenía quién me llevara, el tiempo me había enseñado a moverme solo y ahí estaba Gringo sonriente y diciendo con tranquilidad “La verdad es que Yiyo no quería salir de ahí, estaba muy a gusto como interno. Cuando quieras vamos, o vas tú solo. Yiyo está en el orfanato”.

Hasta luego.