Hace pocos días este blog alcanzó la fabulosa cifra de 100,000 visitantes, pequeño gran logro que me hizo sentir satisfecho por saber que los textos acumulados en este espacio han logrado despertar el interés de algunos lectores, ¡muchas gracias por detenerse a leer!
Esta satisfacción me presenta el reto de seguir escribiendo y compartiendo reflexiones y conocimientos, algunas veces míos y en varias ocasiones de otras muchas personas que, por suerte, también comparten lo que son y permiten que cualquiera pueda amplificar sus mensajes tal como lo he hecho yo en esta humilde página.
¿Hay un número mayor que 100 mil? Afortunadamente sí. Las matemáticas en su infinita exactitud permiten que siempre haya un número mayor y en este momento yo interpreto eso como la verdad inminente de que siempre podré seguir avanzando, a menos que en algún momento decida que ya no quiero contar más y prefiera quedarme en el 101 mil... o en el número que me encuentre en ese momento. Todas las decisiones son válidas y no descarto ninguna opción, pero justo en este momento me motiva la certeza de que hay más números después de 100 mil, y quiero seguir contando.
En este recorrido es importante mantener vivo el gusto y el interés por las relaciones humanas, llevarse bien con los demás y con uno mismo es el objetivo principal de este blog, por eso no se trata simplemente de agregar textos y contar visitas. Si me descubro haciendo esto por costumbre, mecánicamente y no por gusto y deseos de seguir aprendiendo y devolviendo por Internet lo que la vida me va enseñando, entonces tendré que reconocer que ya entré al círculo del 99 que menciona Jorge Bucay en su libro "Recuentos para Demian", ¿lo han leído? Me imagino que sí, pero como es una historia que me gusta mucho aquí la reproduzco para volverla a saborear:
El círculo del 99
(Jorge Bucay)Había una vez un rey muy triste que tenía un sirviente, que como todo sirviente de rey triste, era muy feliz.
Todas las mañanas llegaba a traer el desayuno y despertar al rey contando y tarareando alegres canciones de juglares. Una gran sonrisa se dibujaba en su distendida cara y su actitud para con la vida era siempre serena y alegre.
Un día, el rey lo mandó a llamar.
—Paje –le dijo— ¿cuál es el secreto?
—¿Qué secreto, Majestad?
—¿Cuál es el secreto de tu alegría?
—No hay ningún secreto, Alteza.
—No me mientas, paje. He mandado a cortar cabezas por ofensas menores que una mentira.
—No le miento, Alteza, no guardo ningún secreto.
—¿Por qué estás siempre alegre y feliz? ¿eh? ¿por qué?
—Majestad, no tengo razones para estar triste. Su alteza me honra permitiéndome atenderlo. Tengo mi esposa y mis hijos viviendo en la casa que la corte nos ha asignado, somos vestidos y alimentados y además su Alteza me premia de vez en cuando con algunas monedas para darnos algunos gustos, ¿cómo no estar feliz?
—Si no me dices ya mismo el secreto, te haré decapitar – dijo el rey—. Nadie puede ser feliz por esas razones que has dado.
—Pero, Majestad, no hay secreto. Nada me gustaría más que complacerlo, pero no hay nada que yo esté ocultando...
—Vete, ¡vete antes de que llame al verdugo!
El sirviente sonrió, hizo una reverencia y salió de la habitación.
El rey estaba
como loco. No consiguió explicarse cómo el paje estaba feliz viviendo de
prestado, usando ropa usada y alimentándose de las sobras de los cortesanos. Cuando
se calmó, llamó al más sabio de sus asesores y le contó su conversación de la
mañana.
—¿Por qué él es
feliz?—Ah, Majestad, lo que sucede es que él está fuera del círculo.
—¿Fuera del círculo?
—Así es.
—¿Y eso es lo que lo hace feliz?
—No, Majestad, eso es lo que no lo hace infeliz.
—A ver si entiendo, estar en el círculo te hace infeliz.
—Así es.
—Y él no está.
—Así es.
—¿Y cómo salió?
—¡Nunca entró!
-¿Qué círculo es ese?
—El círculo del 99.
—Verdaderamente, no te entiendo nada.
—La única manera para que entendieras, sería mostrártelo en los hechos.
—¿Cómo?
—Haciendo entrar a tu paje en el círculo.
—Eso, obliguémoslo a entrar.
—No, Alteza, nadie puede obligar a nadie a entrar en el círculo.
—Entonces habrá que engañarlo.
—No hace falta, Su Majestad. Si le damos la oportunidad, él entrará solito, solito.
—¿Pero él no se dará cuenta de que eso es su infelicidad?
—Sí, se dará cuenta.
—Entonces no entrará.
—No lo podrá evitar.
—¿Dices que él se dará cuenta de la infelicidad que le causará entrar en ese ridículo círculo, y de todos modos entrará en él y no podrá salir?
—Tal cual, Majestad, ¿estás dispuesto a perder un excelente sirviente para poder entender la estructura del círculo?
—Sí.
—Bien, esta
noche te pasaré a buscar. Debes tener preparada una bolsa de cuero con 99
monedas de oro, ni una más ni una menos. ¡99!—¿Qué más? ¿Llevo guardias por si acaso?
—Nada más que la bolsa de cuero. Majestad, hasta la noche.
—Hasta la noche.
Así fue. Esa noche, el sabio pasó a buscar al rey. Juntos se escurrieron hasta los patios del palacio y se ocultaron junto a la casa del paje. Allí esperaron el alba. Cuando dentro de la casa se encendió la primera vela, el hombre sabio agarró la bolsa y le pinchó un papel que decía:
ESTE TESORO ES
TUYO.
ES EL PREMIO
POR SER UN BUEN
HOMBRE.
DISFRÚTALO Y NO
CUENTES
A NADIE
CÓMO LO
ENCONTRASTE
Luego ató la
bolsa con el papel en la puerta del sirviente, golpeó y volvió a esconderse. Cuando
el paje salió, el sabio y el rey espiaban desde atrás de unas matas lo que sucedía.
El sirviente vio la bolsa, leyó el papel, agitó la bolsa y al escuchar el
sonido metálico se estremeció, apretó la bolsa contra el pecho, miró hacia
todos lados y entró en su casa… Desde afuera escucharon la tranca de la puerta,
y se arrimaron a la ventana para ver la escena.
El sirviente
había tirado todo lo que había sobre la mesa y dejado sólo la vela. Se había
sentado y había vaciado el contenido en la mesa. Sus ojos no podían creer lo
que veían.
¡Era una montaña
de monedas de oro!Él, que nunca había tocado una de estas monedas, tenía hoy una montaña de ellas para él. El paje las tocaba y amontonaba, las acariciaba y hacía brillar la luz de la vela sobre ellas. Las juntaba y desparramaba, hacía pilas de monedas. Así, jugando y jugando empezó a hacer pilas de 10 monedas:
Una pila de diez, dos pilas de diez, tres pilas, cuatro, cinco, seis... y mientras sumaba 10, 20, 30, 40, 50, 60... hasta que formó la última pila: ¡9 monedas!
Su mirada recorrió la mesa primero, buscando una moneda más. Luego el piso y finalmente la bolsa. “No puede ser”, pensó. Puso la última pila al lado de las otras y confirmó que era más baja.
—Me robaron –gritó— ¡me robaron, malditos!
Una vez más buscó en la mesa, en el piso, en la bolsa, en sus ropas, vació sus bolsillos, corrió los muebles, pero no encontró lo que buscaba. Sobre la mesa, como burlándose de él, una montañita resplandeciente le recordaba que había 99 monedas de oro “sólo 99”.
“99 monedas. Es mucho dinero”, pensó. “Pero me falta una moneda. Noventa y nueve no es un número completo” –pensaba—. “Cien es un número completo pero noventa y nueve, no”.
El rey y su asesor miraban por la ventana. La cara del paje ya no era la misma, estaba con el ceño fruncido y los rasgos tiesos, los ojos se habían vuelto pequeños y arrugados y la boca mostraba un horrible rictus, por el que asomaban sus dientes… El sirviente guardó las monedas en la bolsa y mirando para todos lados para ver si alguien de la casa lo veía, escondió la bolsa entre la leña. Luego tomó papel y pluma y se sentó a hacer cálculos.
¿Cuánto tiempo tendría que ahorrar el sirviente para comprar su moneda número cien?
Todo el tiempo hablaba solo, en voz alta.
Estaba dispuesto a trabajar duro hasta conseguirla.
Después quizás no necesitara trabajar más.
Con cien monedas de oro, un hombre puede dejar de trabajar.
Con cien monedas un hombre es rico.
Con cien monedas se puede vivir tranquilo.
Sacó el cálculo. Si trabajaba y ahorraba su salario y algún dinero extra que recibía, en once o doce años juntaría lo necesario.
“Doce años es mucho tiempo”, pensó.
Quizás pudiera pedirle a su esposa que buscara trabajo en el pueblo por un tiempo. Y él mismo, después de todo, él terminaba su tarea en palacio a las cinco de la tarde, podría trabajar hasta la noche y recibir alguna paga extra por ello.
Sacó las cuentas: sumando su trabajo en el pueblo y el de su esposa, en siete años reuniría el dinero.
¡Era demasiado tiempo!
Quizás pudiera llevar al pueblo lo que quedaba de comida todas las noches y venderlo por unas monedas. De hecho, cuanto menos comieran, más comida habría para vender...
Vender...
Vender...
Estaba haciendo calor. ¿Para qué tanta ropa de invierno?
¿Para qué más de un par de zapatos?
Era un sacrificio, pero en cuatro años de sacrificios llegaría a su moneda cien.
El rey y el sabio, volvieron al palacio.
El paje había entrado en el círculo del 99...
...Durante los siguientes meses, el sirviente siguió sus planes tal como se le ocurrieron aquella noche.
Una mañana, el paje entró a la alcoba real golpeando las puertas, refunfuñando y de pocas pulgas.
—¿Qué te pasa? –preguntó el rey de buen modo.
—Nada me pasa, nada me pasa.
—Antes, no hace mucho, reías y cantabas todo el tiempo.
—Hago mi trabajo, ¿no? ¿Qué querría su Alteza, que fuera su bufón y su juglar también?
No pasó mucho tiempo antes de que el rey despidiera al sirviente.
No era agradable tener un paje que estuviera siempre de mal humor.
—Y hoy cuando hablamos, me acordaba de ese cuento del rey y el sirviente.
Tú y yo y todos nosotros hemos sido educados en esta estúpida ideología: Siempre nos falta algo para estar completos, y sólo completos se puede gozar de lo que se tiene.
Por lo tanto, nos enseñaron, la felicidad deberá esperar a completar lo que falta...
Y como siempre nos falta algo, la idea retoma el comienzo y nunca se puede gozar de la vida...
Pero qué pasaría si la iluminación llegara a nuestras vidas y nos diéramos cuenta, así, de golpe que nuestras 99 monedas son el cien por cien del tesoro, que no nos falta nada, que nadie se quedó con lo nuestro, que nada tiene de más redondo cien que noventa y nueve, que esta es sólo una trampa, una zanahoria puesta frente a nosotros para que seamos estúpidos, para que jalemos del carro, cansados, malhumorados, infelices o resignados.
Una trampa para
que nunca dejemos de empujar y que todo siga igual...
...¡eternamente
igual!....Cuántas cosas cambiarían si pudiésemos disfrutar de nuestros tesoros
tal como están.
Hasta luego.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
¿Quieres comentar?: