"El miedo era libre como un pájaro esa mañana clara e iluminada. Y ser libre era peligroso."
Breve cuento que escribí pensando en el centenario de la Revolución y los tiempos violentos que vivimos en estos días, espero les guste:
Antes la cosa
era diferente, pero la gente siempre ha sido la gente, en eso nada ha cambiado. Cuando llegaba el
montón de pelados gritando, disparando y mentando madres, todo el pueblo se escondía, los que
estaban en sus casas ya no salían y los que andaban en la calle o en la plaza tenían que perderse antes de que los vieran para encontrar un lugar donde ponerse a salvo, de
repente era mejor quedarse allá afuera del pueblo entre los árboles, pero a
veces hasta allá te encontraban y pues te amolabas. La gente vivía con miedo,
a la defensiva o a la ofensiva, según lo que te hubiera tocado.
Todos decían que eran
los buenos, siempre llegaba cualquier pandilla de carniceros igual de bravos para
gritar, disparar y sentirse dueños de todo y siempre decían que ellos eran los
buenos y que debíamos apoyarlos, porque si no luego iban a ganar los malos y
nos iban a fregar. Ya casi se habían acabado las cosechas,
teníamos maíz, frijol, milo, garbanzo, calabazas, rastrojo y otras cosas para
alimentar a los animales y a las familias, porque casi no se podía vender, pero casi todo se lo habían ido
llevando, a veces de a poquito, a veces de un jalón, según como fueran los que pasaban por el pueblo, porque sí había unos más jijos que otros, pero al final todos se iban cargando lo que no era suyo. También teníamos vacas, caballos,
unos puerquitos y una que otra oveja y cabra, pero ya casi no nos quedaban.
Lo que más teníamos
era hambre y miedo, de eso había por todos lados. Y lo mejor es que nunca dejamos
de creer en nosotros, los que vivíamos ahí, y nunca nos fallamos. Uno que
otro pensó que le convenía irse con la bola y se fue nomás, sabe a esos cómo les
habrá ido porque ya nunca los vimos. Yo creo que si les fue bien ya nunca
pensaron en regresar, y si les fue mal los han de haber matado y entonces menos
regresaban, el caso es que los que nos quedamos nos conocíamos bien y nos
ayudábamos, estábamos listos para echarnos la mano cuando fuera necesario y
cuando podíamos nos reuníamos en algún lugar a platicar de cómo iba la cosa. En el pueblo casi no se sabía nada de la refriega que había en todas partes, ni acabábamos
de entender por qué pues tanta matanza de gentes. Nomás sabíamos que había mucha hambre
y miedo.
Con luna y sin luna nos juntábamos en el patio de doña Inés porque era de los más grandes, estaba
rodeado de árboles, al fondo daba con el arroyo y de ahí seguía el cerro, o sea que era
muy fácil pelarse en caso necesario. Esas reuniones me gustaban mucho, eran
días difíciles y de andar con cuidado, pero ahora pienso que a todos nos gustaba
ese momento, empezábamos todavía con la luz del sol, casi siempre había uno o
dos cantaritos de agua fresca por ahí y nos la íbamos tomando mientras se moría
la tarde, luego empezábamos a tomar cafecito con piquete para estar bien
despiertos, decían, y el aire se iba llenando de destellos luminosos conforme
salían las luciérnagas y se acercaban al grupo. Casi siempre podía verse el
cielo despejado y las estrellas destacaban con su claridad brillante sobre el fondo negro,
muy negro. En ocasiones la plática nos llevaba muy lejos de ahí, nos íbamos a
otro lugar y a otro año, como si eso de la guerra fuera una historia
gastada que ya nos sabíamos, en esas ocasiones podíamos hablar de los sueños y
planes de los parientes y vecinos, de lo que se había hecho y lo que se pensaba
hacer, de lo que nos gustaba y lo que no, podíamos hasta acabar hablando de
sustos y fantasmas, que siempre se meten a la plática en las noches oscuras.
Pero otras noches no podíamos despegarnos del tema de las balas, la rapiña y el
abuso de esa guerra absurda y sangrienta como cualquier otra guerra… nomás que
esta nos estaba matando a todos nosotros.
Unos juraban que nos defendían de los
delincuentes y otros juraban que eran delincuentes justicieros. Al final,
los que trabajábamos les dábamos de comer a todos esos, daba lo mismo si se
decían buenos o malos.
El patio de doña Inés
era un buen lugar para estar y yo me pasaba mucho tiempo en él con cualquier pretexto y hasta sin tener excusa, ahí veía todas las salidas de emergencia que se podía uno
imaginar, pero me gustaba especialmente el riachuelo que corría al fondo. En
varias noches esa agüita corriendo fue el sonido que más se escuchó cuando no había mucho qué decir, o no valía la pena hablar.
Nos acordábamos de
muchas muchachas perdidas que se llevaron los de pistola, con uniforme y sin
él. Recordábamos también a los niños entrados a adolescentes, esos que sienten
que pueden comerse el mundo de una mordida y que fueron arreados como vacas por
esos tipos para usarlos como carne de cañón en las siguientes batallas por la
gloria de este país o nomás para sentirse más chingones que los demás, decían. Esos recuerdos desangraban el arroyo y aunque su
canto seguía oyéndose, llevaba un murmullo distinto, de voces que ya no íbamos
a escuchar.
Una
noche, estando un montón de gentes en el patio de doña Inés, el arroyo empezó a
gritarnos que corriéramos y de inmediato le hicimos caso, ni siquiera volteamos a ver de qué se trataba,
corrimos tanto como pudimos y después trepamos hasta lo más alto de la arboleda que cubría el poniente del pueblo. Estando entre los árboles me detuve tantito a ver
qué había pasado y a ver dónde estaban los demás. Doña Inés cayó como
dormida en su patio, bajo sus árboles, junto a su arroyo, y su sangre se fue
jugando con el agua que siempre habíamos visto pasar por ahí, algunas botas
pisoteaban el riachuelo y un tipo que se decía soldado quiso patear a la señora,
pero el arroyo le movió unas piedras y lo hizo caer, no iba a dejar que la avergonzaran
en ese último momento. Había otros cuerpos tirados en distintos lugares, también en la calle. Se me revolvió el estómago y me dieron ganas de llorar.
Esta vez eran más,
muchos hombres llegaron con sus uniformes de soldados y policías gritando que buscaban delincuentes escondidos en el pueblo, tenían que encontrar a alguien, a quien fuera, para
justificarse con su jefe y seguir viviendo de las armas. Los jefes de la patria
eran fáciles de contentar: les llevaban uno o dos culpables, lo anunciaban a todo el mundo y se quedaban
contentos un rato, pero esta vez no habían mandado nada más por uno o dos. Algo
había pasado. En mi pueblo todos los empistolados llegaban siempre por la calle
principal, comían, de repente también dormían ahí y luego se iban, mi pueblo
era chico. Esta vez llegaron por el cerro, se metieron al patio de doña Inés y
a los patios de todas las casas que daban al arroyo, rompieron puertas y
ventanas, esculcaron las sábanas, la ropa y las cazuelas, entraron a los
corrales y revisaron hasta el lodo de los marranos. Hubo mártires
entre los parientes, amigos, conocidos y mascotas, y yo me quedé escondido,
temblando entre los árboles que fui trepando como pude.
La noche siguió
avanzando, se fueron yendo los gritos y los disparos, también se fueron las
blasfemias y mentadas pero se quedaron los soldados, dueños del tiempo y de las
cosas que tomaban aquí y allá. Se creyeron dueños del pueblo, pero no era cierto,
no lo sentían suyo y no sabían el por qué de cada casa, cada lugar y cada cosa. No sabían porqué existía este pueblo y no tenían la más remota
idea de cuántas vidas habían pasado por ahí, con qué sacrificio se construyó.
No era de ellos, solamente poseían la nada, pues hace falta tener
la mente y el corazón conscientes para que una persona pueda ser dueña de su
vida. Murió la noche. Murió el pueblo tal como lo habíamos conocido hasta entonces.
Después volvió el día,
el frío de la madrugada calaba más que el de toda la noche y no había para
dónde hacerse, estuve callado entre las ramas del árbol y pensaba seguir así,
no me preocupaba el hambre ni las necesidades de orinar y defecar, esas eran
minucias que se podían aguantar mucho rato cuando estaba de por medio la vida,
y al escuchar a los soldados carcajeándose después de medio destruir mi pueblo
no era el hambre lo que más me movía, pero el frío me hacía temblar y me daba
miedo que el castañeteo de mis dientes se escuchara hasta la plaza. El miedo
podía cruzar los árboles, el patio de doña Inés que seguía allí tendida, su
casa y su calle. El miedo era libre como un pájaro esa mañana clara e iluminada.
Y ser libre era peligroso. Entonces comenzaron los estragos por el frío.
-
¡Achú!
-
¡Salud! – Respondí
automáticamente, aunque en voz muy baja para no atraer a los soldados que
preparaban un sabroso desayuno con un puerquito sacrificado por su causa, hacía
escasos minutos. Volteé mi cara a la izquierda y hasta entonces vi sentada en otra
rama como a 2 metros, a Rosa la hija del “enano”, el dueño de la mejor tienda
del pueblo, estaba agazapada como gato y sus ojos verdes también me hacían
seguir pensando en un gato. Si no hubiera sido por la situación, me hubiera
botado de risa en ese rato, su cara de susto y el ligero temblor de sus brazos
y su cara me alegraron un poco.
-
¡Qué chistoso te ves! – Me
dijo. Dicen que la zorra no se ve su cola, y ahí estaba dándome cuenta de mi
situación, idéntica a la de ella.
La vi con ganas de
reírse, pero el murmullo de los asaltantes nos alcanzó otra vez y su
cara se congeló, se puso amarilla y los ojos se le saltaron, se le heló la
sonrisa que apenas iba a salir y se me quedó viendo mientras apretaba las ramas
del árbol con sus manos, como queriendo fundirse con él. Un híbrido de Rosa
asustada y sauce llorón…
A los cobardes les da
por presumir de valientes cuando los ve la demás gente, se vuelven fanfarrones
para que piensen que no tienen miedo de nada: Más miedo les da que los
descubran, más alto gritan, y ahí estaban echando tamaños alaridos dizque de
gusto porque ya habían ganado la guerra. Gritaron y echaron mentadas hasta que
las doñas que quedaban en el pueblo les dieron el desayuno para que ocuparan
sus bocas en algo más útil.
El sol ya estaba
arriba, sus rayos colgaban impasibles soltando el calor del medio día. Aromas
de frijoles y carnitas con salsas y tortillas treparon lentamente por los
troncos de los árboles y nos encontraron con facilidad, pero nosotros
mantuvimos nuestra resistencia y no caímos frente a esta terrible arma, que la
verdad casi me hizo salir de mi escondite. También me alcanzaron de nuevo los
ojotes de Rosa, que luchaba igual que yo por callar el rugido de sus tripas y
soportaba heroicamente esta tortura.
Mi cara debe haberse
visto peor, porque ahora sí le salió la sonrisa y me invitó a acercarme. Me
recorrí algunos centímetros, me daba miedo que me vieran allá abajo, pero fue
suficiente para escucharla con más claridad:
-
¿Quién sería el traidor?
¿quién se animó a vender el pueblo? – Me quedé callado, sorprendido
viendo su boca todavía abierta… Yo preocupado por el olor de la comida y no
había reparado en que, ciertamente, alguien tenía que haberle dicho a los
soldados y policías que este pueblo tenía escondites, guaridas y misterios.
-
No sé… Ni me había puesto a
pensar en eso. Pero ahorita lo que me preocupa es saber dónde está toda la
gente…
-
Pues voltea a los otros
árboles, pero abre bien los ojos, ¿eh?
Ya había visto las
copas de los otros árboles, pero no había visto más que algunos pájaros
que se entretenían yendo de una rama a otra. Mirando con atención empecé a
distinguir algunos bultos pegados en las ramas, donde había más follaje. Estos
árboles tenían más gente que frutos, gente con caras serias, hoscas, que mostraban
rápidamente una sonrisa cuando descubrían que otros ojos los miraban. Cada par
de ojos se llevaba el espejo de otros rostros, nos decíamos mucho y nos
entendíamos así, sin más.
Entre las ramas, como fantasmas cazadores, también había varios gatos acróbatas desplazándose, saltando o echados al sol nada más, valientes en las alturas dominadas por las aves. También había ardillas de rama en rama, casi volando e ignorando a los gatos y a las personas, hoy las copas de los árboles estaban bastante cargadas. Un nuevo ruido llegó
de abajo y volví a asustarme, miré a Rosa y ella estaba más agazapada que
antes. Los soldados ya habían comido y estaban tomando... ¡es más peligroso un
borracho armado que el batallón mejor entrenado! Poco a poco fueron regresando
los gritos y las alabanzas para ellos mismos, hablaban de nosotros como si fuéramos
delincuentes, como si de verdad hubieran ido a una guerra y se hubieran
enfrentado a un ejército rabioso.
Un soldado joven,
gordito, tomó su rifle y disparó al cielo con gesto triunfal, y los demás
buscaron sus armas para apretar el gatillo una, dos, tres veces y más… se
acababa el parque y volvían a cargar para escupir más balas, el poder se les
iba de las manos como a los niños se les va el dinero en una dulcería. Pero no
parecían niños, sino animales rugiendo para demostrar quién es el más fuerte.
¡Nomás eso nos
faltaba! Nos libramos del asalto, sobrevivimos toda la noche y el día aquí
arriba, ¡y ahora nos pueden matar con un plomazo tirado a lo menso! Me
arrepentí de pensar esto, aunque mis pensamientos no se escuchaban pero vi a Rosa
temblando, acurrucada para no hacer bulto y cada vez más agazapada entre las
ramas del árbol y supe que pensar de esa forma no ayudaba en nada.
Los árboles nos
conocían bien y como podían trataban de cubrirnos a todos los que habíamos
subido a escondernos, meneando sus ramas y sus hojas se esforzaban para que
fuera más difícil vernos, pero algunas balas entraban a las partes más espesas
de las copas y su zumbido nos erizaba la piel. Me arrastré por la rama hasta
llegar con Rosa y nos abrazamos… Estaba calientita y temblaba mucho, me dijo
que yo estaba temblando, me abrazó más fuerte y en ese momento nos sentimos más
vivos que nunca.
Una rama tronó más
abajo, en algún árbol cercano y nos asustamos, yo pensé que uno de nosotros iba
a caer herido hasta el piso, pero no cayó nada, ni una rama, en ningún árbol.
Sin embargo el ruido también alertó a los soldados y luego luego se inventaron
otro jueguito: “¡Hay que tirarle a los pájaros!” Lo bueno fue que los pájaros
también nos querían vivos, apenas vieron que los balazos eran para ellos se
echaron a volar para todas partes, con una alharaca que silenció al griterío de
los soldados.
Cayó la tarde otra
vez. El hambre es canija y aunque yo estaba muy a gusto con Rosa, el estómago
ya gritaba pidiendo ayuda, abajo se durmieron los salvajes, casi muertos de tan
briagos, pero nadie se animaba a bajar.
Apenas empezaba a oscurecer cuando llegó otro puño de gente, serían unos 20 o 25, estos sí
entraron por la calle principal y sin más, fueron a buscar al teniente que
dirigía esa división. Nomás lo despertaron para que supiera quién lo mató, no
vaya a ser que se fuera con la duda. Con ese primer balazo despertaron los
demás soldados poniendo cara de espanto sin darse cuenta de lo que pasaba. No es cierto que
con un susto se baja la borrachera, a lo mejor se le quita un poquito lo menso
a la gente, pero el cuerpo tarda un buen rato en reaccionar, los recién llegados iban pasando a los soldados y policías medio crudos en grupitos de 4 al tejabán, a un lado
del templo, y ahí se quedaban. Otros 4 hombres, disparos y ahí venían otra vez
los fachosos por otros 4 más. Los últimos sí estaban sobrios, pelaban
unos ojotes sin creer lo que les iba a pasar y encima preguntaban que
“¿por qué?”. Los fachosos les agarraban la cabeza y los hacían voltear para
todos lados, y en todos lados estaban sus huellas. Era lo más parecido a la justicia: Tú matas, yo te mato.
Cuando acabaron ya
estaba oscuro. El arroyo se escuchaba de nuevo, un canto a la ausencia de
doña Inés, todos los perdidos en la enramada de los árboles estábamos cansados,
hambrientos y entumidos, muchos se habían dormido como pericos, agazapados entre el follaje, Rosa también. Se quedó dormida recargada en mi pecho y por eso yo no había podido pegar los ojos, me daba miedo que se cayera y la estuve
deteniendo todo el tiempo. ¡Condenada Rosa! Estaba re bonita, no sé por qué
nunca me había fijado en ella. Aparte de bonita era muy lista, porque cada vez que
abría la boca era para algo bueno: o me decía algo cierto o me daba un beso.
-
Esos de allá arriba,
¡bájense a tragar! – Gritó el fachoso que parecía el jefe. Nadie se movió.
-
¿Bajan o quieren que yo los
baje, méndigos? – Dijo mientras sacaba su revólver y lo acariciaba con ternura
mientras lo iba apuntando para arriba, hacia la copa de los árboles.
-
¡No dispare, no dispare!
¡Ahí vamos pa’bajo! – Y ahora sí se nos quitó hasta lo entumido, nadie se
acordó que llevábamos todo el día sin movernos, colgados como changos en las
alturas más discretas de la arboleda. Yo sí me esperé, nunca había tenido
cuidados con nadie, pero ahora que conocí mejor a Rosa ya sabía de sus 17 años,
de las cosas que le gustaban y las que le caían gordas, de cómo ayudaba a su
papá en la tienda y conocí además su sabor y su olor. No necesitaba más para
dedicarme a ella. Por eso me tardé todo el tiempo que pude ayudándole a bajar,
no quería que ese instante tan vivo se fuera.
Bajamos tomados de
la mano, buscando con los ojos a los nuestros, ella a los suyos y yo a los míos:
¡Ahí estaban! Ese fue el segundo mejor momento de ese día, lo malo vino
después, cuando el jefe se acercó a mi y me dio un coscorrón con su manota,
¡Jijos, sí me dolió!
-
¡Ah, canijo mocoso! Este
chamaco sí se puso vivo, no como ustedes que nomás se la pasaron temblando allá
arriba. – Y mientras él hablaba todos se echaron a reír, como si dijera un
chiste. Yo me estaba enojando y ya le iba a responder que no era un mocoso, que
ya tenía 12 años y no era ningún escuincle, pero la mano de Rosa apretó la mía
y con eso me calmé. Ella siempre sabía qué hacer.
"La felicidad es una pistola caliente."
(John Lennon)
Los fachosos juraban que ya habían ganado la guerra, nomás los oímos porque eso fue lo mismo que habían dicho los solados y los polis, se quedaron en el pueblo hasta el
otro día y nos prepararon una buena comida para festejar la liberación del
pueblo, decían. De todos modos entre ellos y los soldados ya nos habían matado 2
vacas y creo que 5 puerquitos… pues nos los comimos. Todo el tiempo decían que
cuando su general fuera presidente iban a regresar al pueblo y lo iban a dejar
bien arreglado, que hasta luz le iban a poner, decían, y se fueron. Después nos quedamos
enterrando a los muertos propios y ajenos, levantando las bardas caídas y
armando otra vez los corrales, ellos estaban muy contentos porque habían
ganado, pero el tiempo pasó y yo nunca supe que su general hubiera sido presidente,
y no ha de haber sido, porque nunca fue nadie a arreglar el pueblo.
Tardamos más de 10
años en volverlo a ver bien. Y algunos tardaron todavía más para poderlo ver
sin que la tristeza les nublara la vista, o sin que el coraje les apretara la
garganta casi hasta ahorcarlos, porque ningún pueblo es bonito si no está en él
la gente que amas. Hubo conocidos que nunca se compusieron, se les notaba
cuando hablabas con ellos y no te veían ni veían nada, sus ojos se quedaron
allá arriba en el árbol, mirando el pueblo derruido abajo y a los salvajes
carcajeándose encima de sus muertos. Esa gente se quedó a vivir en el
pasado, nomás sus cuerpos andaban entre nosotros ahí, en aquel presente.
Yo no supe si la guerra se acabó, y si se acabó no supe quién ganó. Todavía hay pleito a
balazos entre los que dicen que son buenos y los otros, que también dicen que
son buenos. Pero igual todos roban y matan y presumen, porque les gusta presumir. Y luego ve uno que los mismos que salen peleados un día en una noticia, otro día aparecen diciendo que se llevan re bien y que siempre han sido amigos. Y los que se mueren por culpa de ellos no salen en ningún noticiero, o al menos no salen cuando todavía están vivos.
Pero bueno, después pasaron muchas cosas y mientras tanto yo crecí.
Cuando ya estaba grande, como de 16 o 17, me casé con Rosa, nos quedamos con la
tiendita y tuvimos muchos hijos, los vimos crecer y con el tiempo ahí estuvimos los
dos recibiendo a los nietos. Desde hace años vemos a los bisnietos que ya andan
trabajando y algunos hasta están estudiando, porque ahora se estudia. Tuvimos de todo, desde sirvientas hasta licenciados, pero hace un buen
rato que no estamos con ellos: en su mundo vivimos juntos y juntos nos venimos a este
otro mundo acá en lo alto, desde aquí seguimos al pendiente de nuestra gente
como cuando estuvimos escondidos en el árbol, igual que aquel día sangriento, pero
mucho más arriba y sin miedo, porque acá no hay hambre ni miedo, nomás estamos Rosa y yo esperando a nuestra gente.
Hasta luego.
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