Todo cambia.
La nueva Tierra, parte 1
Me
gusta mi casa, me gusta el lugar donde vivo y me gusta mucho salir a jugar con mis
vecinos. En mi mente infantil siempre hay acción y gente como cuando estoy con
mis amigos en la calle, sin saber ni querer enterarme que las calles están así
de vivas nada más cuando salimos todos los niños a jugar, porque cuando estamos
metidos en la escuela o en nuestras casas, en la calle solo hay algunos
animales como gallinas y perros aflojerados, también hay tierra, piedras y
polvo, mucho polvo que se mete en las casas y después ya no se quiere salir. Algunos
adultos van de un lado a otro, pero esos no son interesantes en este pueblito
aislado donde yo y todos los niños nos sentimos tan bien, lejos de todo. Mi
pueblo es tranquilo y verde, sus habitantes crían animales y cada mañana los
sueltan para que anden libres, confiados porque saben que regresarán a sus corrales
y chiqueros antes del anochecer, cuando el hambre los llama de vuelta a casa.
Son pocas las calles que cruzan este caserío, no es un pueblo grande y por eso
es fácil recorrerlo completo, salir a caminar bajo los grandes árboles que lo
adornan, ver los caballos amarrados a las puertas hechizas de las casas y
algunos perros tumbados en cualquier sombra, testigos indiferentes de estas tranquilas
rutas de tierra y sol.
La
ciudad es una emocionante aventura aunque no pase nada, igual que aquí pero
diferente porque allá en el centro todos los días hay ruido, olor a humo y mucha
gente yendo rápidamente de un lado a otro, como que nadie se conoce pero todos
saben a dónde van y tienen que llegar rápido… yo siempre me pregunto si en la
ciudad la gente tiene prohibido estar dentro de sus casas porque siempre la veo afuera caminando, manejando sus carros o subidos en el camión. Y a mediodía, de
repente las calles se llenan de niños uniformados con sus mochilas en la
espalda, casi todos haciendo lo mismo que los adultos: de prisa, siempre de
prisa sin ver a nadie, pero algunos niños avanzan despacio, riéndose entre
ellos y jugando o deteniéndose a mirar cualquier cosa que les llame la atención,
¡menos mal! En la aventura de la ciudad lo que menos me gusta es esa impresión
de que nadie se conoce y no debe hablar con los demás.
Cada
tarde, por el viejo camino de terracería que baja del cerro se escucha el sonoro
rugir del camión que viene de Chapala botando entre los baches y las piedras,
de vez en cuando, el motor de alguna troca también suena con mucha fuerza tratando
de romper la silenciosa barrera de la soledad, y tan solo en pasar por el
pueblo se tardan mucho tiempo, las piedras y los hoyos parecen tener como única
misión la de hacer que los camiones bajen su velocidad, sobre todo cuando es
temporada de lluvias. A veces los hombres del pueblo van, tapan los hoyos del
camino y también quitan las piedras, pero siempre el camino vuelve a quedar
igual. Cuando esos ruidosos motores atraviesan las horas quietas y aflojeradas
de nuestras tardes, todo el pueblo siente la soledad que cae como los rayos del
sol o las gotas de lluvia y se queda flotando en el aire y envolviéndonos. Mi mente
recibe todo esto con agrado, supongo que así se forman los recuerdos.
Cada
vez que puedo me voy a las parcelas para trabajar en lo que sea, porque yo sé
hacer muchas cosas: sembrar, deshierbar la milpa, cargar el rastrojo, lazar ganado,
llevarle forraje y un montón de cosas más. Desde muy chico he trabajado en
esto, cada año vengo con los grandes y los acompaño desde que hacen los surcos en
la tierra hasta que muelen las milpas secas, y el momento más bonito de todos
es cuando las plantas ya están tan altas que cubren a cualquiera que se meta al
maizal, y si te asomas por cualquier surco puedes ver muy ordenadas a todas las
milpas, como soldados de color verde oscuro y brillante, algunas con sus adornos
dorados, las “muñecas” que les salen anunciando que pronto habrá elotes. No hay
un momento más bonito y más esperanzador que ése. De la nada, en pocos días la
vida nace, crece y se regala, donde había pura tierra y polvo todo se llena de
frescura y verdor, yo quisiera que siempre se quedara así el campo, quisiera que
no tuviéramos que venir el próximo año a remover la tierra seca pero fértil
para pedirle que haga vida otra vez, sino que estas milpas no murieran nunca,
pero eso no es posible y hasta un niño como yo lo sabe, aunque no lo entiende.
Todo
cambia muy rápido: he sido testigo de esta historia muchas veces, tantas que
casi no me di cuenta que mi cuerpo también cambia y ya casi estoy del tamaño de
las milpas. Ahora soy un joven viviendo en el mismo pueblo que ya no es el
mismo desde hace unos pocos años porque la civilización se lo está comiendo.
Hay un nuevo fraccionamiento abajo, ahí no vive nadie, las casas están muy
bonitas pero solas y nada más los fines de semana se llenan de gente, de familias
que salen de la ciudad y se vienen dizque a descansar, pero todo el día se la
pasan rondando en sus motos y sus camionetas por las calles del pueblo, donde
por cierto ya no hay caballos, puercos ni gallinas porque nos prohibieron tener
a los animales sueltos, así que ya todos viven encerrados en sus corrales y
jaulas, como escondidos.
Antes,
para ir a las parcelas bastaba con salir del pueblo y caminar hacia el cerro,
todos los caminos llevaban hacia allá. Ahora no, porque a alguien del gobierno
se le ocurrió que los campesinos ya iban a ser dueños de la tierra y en vez de
ser terrenos de propiedad común administrados por el propio gobierno, empezaron
a poner cada ejido a nombre de alguien. Bueno, hubo un tiempo en que toda la
gente del pueblo tenía su propio terreno, sus propias parcelas, pero eso duró poquito,
cuando fueron necesitando dinero comenzaron a vender su tierras a quien las
pudiera pagar, por eso hoy unos pocos del pueblo tienen muchas tierras y en
ellas trabajan los que ya no tienen, pero muchos terrenos los compraron personas
que no les interesa sembrar y que no saben nada del campo, ellos construyeron
casas, bodegas, fraccionamientos, fábricas, centros comerciales, restaurantes,
moteles y otras cosas donde antes había tierra para sembrar.
Ya
no puedes tomar cualquier camino para ir al cerro porque topas con la barda de
un fraccionamiento, o de una bodega, o con una malla de alambre que te detiene avisando
que el terreno es propiedad privada y no se debe pasar. Detrás de todo eso, más
arriba en el cerro, quedaron las tierras de cultivo en las laderas y en algunos
lugares complicados por estar llenos de piedra, de arena o de huecos. Ya no es
tan buen negocio sembrar ni criar animales, a estos es difícil traerlos a
pastar.
Y
además resulta que la ciudad ya no está tan lejos. Antes estaba a 3 horas o más,
pero ahora está como a treinta minutos, según el tráfico. Cuando íbamos
a la ciudad teníamos que madrugar para bañarnos y nos arreglábamos como si fuéramos
a una fiesta de esas grandes, aunque cuando llegábamos no había fiesta, nomás
puras prisas. Se nos iba todo el día y a veces más de un día en dar una vuelta
para ver al doctor, para visitar a algún familiar o para comprar alguna cosa
que no teníamos en el pueblo, y de verdad nos faltaban muchas cosas. Pero a mí
me gustaba ir, no le hace que nos asoleáramos mucho caminando de aquí para
allá, o que no comiéramos bien por falta de tiempo y de dinero. Me gustaba
caminar entre la gente y pensar cómo se sentirían ellos viviendo ahí, si se
asombrarían también con tantas cosas o si ya nada les sorprende y viven
aburridos.
Hoy en mi pueblo las calles ya están empedradas, las casas tienen electricidad y
agua entubada, la mayoría ya tienen su propio baño y hasta ahí la civilización,
todavía no hay doctores ni hospitales y yo creo que ni va a haber, con eso de
que ahora está más cerca la ciudad, pero yo creo que para la ciudad nosotros
estamos igual de lejos o hasta más que antes, las personas que pasan en sus
autos no han de creer que en los pueblos y rancherías viven otras personas
iguales a ellas.
- - - - - -
Todo
cambia muy rápido, cuando me di cuenta de eso decidí coleccionar momentos y por
eso guardo en mi memoria muchas escenas que me han impactado y otras que cuando
ocurren no las alcanzo a asimilar. También en mi casa las cosas cambian,
empezando por mis 2 hermanos mayores que de plano un día dijeron que aquí ya no
se podía vivir y se fueron al norte para ver si encontraban algo mejor, hace
varios meses que partieron y todavía no sabemos dónde están, ni cómo están, mi
mamá reza todos los días y también en las noches por ellos, cada vez que los
recuerda vuelve a rezar y a veces se le escurre una lágrima que baja despacito recorriendo
los surcos de su cara y a nosotros nos dice que no lloremos, que es como pensar
que ya les fue mal; entonces seca su rostro con su pañoleta y vuelve a rezar
para que estén bien. Luego sonríe, se levanta y se mete a la cocina donde ella
es la reina, al poco rato se asoma y nos ofrece alguno de sus guisos.
Hoy
mi mamá amaneció enferma, así nada más, de repente. Desde temprano ha estado
acostada sufriendo y delirando, en su delirio llama a mis hermanos y regaña a
mi papá porque no los puede encontrar, yo me acerco a ella para consolarla y aprovecho
para asomarme a sus ojos para que me vea y porque quiero reconocerla, pero solo veo que se le están
apagando, así sigo mucho rato hasta que ya no la encuentro en esa mirada. Le hablo, la
acaricio, le doy la medicina que nos dijeron que le hace bien y no reacciona.
Al anochecer del tercer día ella vuelve, abre sus ojos y medio se sienta
mirándome fijamente, entonces comienza a preguntar por cada uno de sus hijos,
por mi papá, por sus hermanos y hermanas, por sus papás aunque ellos hace mucho
que fallecieron y hasta por los vecinos; mi hermana Lily y yo, que estamos
junto a ella, le contestamos a cada pregunta que “él está bien” o que “ella
está bien” para tranquilizarla. Cuando termina de repasar a todos sus queridos
ausentes nos pregunta a nosotros que cómo estamos y le respondemos igual:
- - Estamos
bien.
Entonces
hace una curva con su boca, dibujando en su rostro la sonrisa más hermosa que
he podido ver, nos mira un rato, suficiente para alcanzar a reconocer en sus ojos
brillantes que ella está ahí adentro, después se acomoda sonriente en la cama y
nos dice con su voz bajita y tranquila:
- - Entonces
puedo descansar.
- - Claro
que sí, -le decimos y todavía le ofrecemos algo de comer y de beber, pero no
quiere nada, nos comenta que está muy contenta porque toda su gente está bien y
que se siente cansada, que quiere dormir.
Cariñosamente
la cubrimos con una sábana para que no la alcance el viento fresco que se asoma desde el patio, ella cierra sus ojos y nos quedamos a su lado
escuchando su respiración. Mi mamá murió al amanecer, el cuarto día después de
que enfermó y nos dejó muchas cosas buenas, pero también se llevó con ella una parte de nosotros
En
cada hogar, el padre es la cabeza y la madre es el corazón, mi casa sigue en
pie con mi hermana, mi papá y yo pero en todas partes se siente descorazonada: en el patio de la entrada, en la sala y el comedor, en los cuartos,
en todas las paredes pero sobre todo en la cocina, ahí ni queremos entrar. Por
si fuera poco, mi papá ha empezado a perder la razón, entregado como está al
vino se le va olvidando lo que es importante para vivir, al principio creímos
que era normal porque todos nos sentimos tristes y derrotados ante la muerte de
mi mamá, pero cada día él se va consumiendo más en el alcohol y mi casa se está
quedando sin cabeza también.
Es
la primera vez que siento miedo de verdad. Ya estoy grande, casi termino la
secundaria, pero aun así me da mucho miedo sentirme abandonado y no se me quita
con nada… bueno, a ratos escondo mis miedos cuando veo a Lily, entonces me hago
el valiente y platicamos de cuando estaban nuestros hermanos, y mi mamá, y de
cuando mi papá también estaba entre los vivos y no en ese estado como vegetal
que le provoca el alcohol, hablamos mucho de cuándo éramos felices. Comemos
juntos, arreglamos la casa juntos y visitamos a los tíos juntos para hacerles
cualquier chambita y juntar algo de dinero, yo ya no me animo a irme a pizcar
ni a hacer nada allá en las parcelas, me da más miedo estar lejos y dejar a mi
hermana sola porque mi papá no está con ella, aunque su cuerpo ocupa la mesa
del comedor casi todo el día y la noche. Lily es mayor, es una mujer valiente y
decidida pero yo sé que por dentro es una niña y que extraña a mi mamá más que
yo.
Y
reconozco que mis tíos son generosos, no ha habido un solo día en que nos quedemos
sin comer, siempre alguno de ellos nos trae alimento y se preocupa por venir al
menos una vez para saber si ya comimos y para preguntarnos con ese tono
tristón e incómodo siempre lo mismo:
- - ¿Ya
comieron?
- - ¿Están
bien?
- - ¿Cómo
está su papá?
- - ¿Y
ahora qué van a hacer, muchachos?
Después
nos platican un poquito acerca de su familia y sus quehaceres y luego nos dicen,
igual todos los días:
- - A
ver si les gusta, su tía Fulanita preparó tal cosa y estuvo todo el tiempo
pensando en que ojalá les fuera a gustar.
- - Cuiden
a su padre, el pobre no puede con su tristeza.
- - Cualquier
cosa nos avisan, ahí vamos a estar en la casa.
Y
nosotros siempre escuchamos en silencio hasta la despedida, entonces decimos a
coro un “gracias” muy sonoro, pero totalmente falto de entusiasmo. Han pasado
como 3 meses desde que mi mamá se nos fue y desde que vivimos esta rutina.
Hoy
fue un día igual a todos los demás hasta que acabamos de cenar, entonces Lily
me pide que salgamos al patio a ver la noche, una noche tan fresca y con un
cielo tan claro que se pueden ver las estrellas como antes, cuando no había luz
eléctrica en las calles. Yo salgo con una taza de café en la mano, me siento en
una piedra grande junto al huamúchil que tenemos a mitad del patio y la espero,
ella apaga la luz de la casa y viene a donde estoy, durante un buen rato contemplamos en
silencio a la luna colgada allá arriba en la tela de la noche oscura, tan vieja
que su negrura está rasgada por miles de pequeños agujeros por donde se cuela el
brillo de las estrellas tintilantes que viven más allá de nuestras noches. Me
lleno por completo de este hermoso momento y por supuesto lo agrego a mi
colección, después me vuelvo a mirar a Lily y le enseño mi taza vacía de café
con cara de “ya hay que meternos”, pero ella solo sonríe y no dice nada, ni con
su voz ni con sus gestos. Bajo mi taza y pongo cara de tonto, entonces ella,
sonriendo, empieza a hablar:
Me
dice que Toño, su novio, se va con su familia a Nuevo León y quieren llevarla
con ellos, la familia de él la invita, siempre la han tratado muy bien y dicen
que allá habrá trabajo para todos. Mi hermana quiere de verdad a Toño, y yo
creo que él también a ella, además, ¿qué podemos hacer en esta casa? Yo nunca
he sido cariñoso, pero esta noche le doy un abrazo muy apretado a Lily y le
deseo que le vaya muy bien, que se cuide y que no deje que la traten mal. Ella
dice que no me preocupe, que siempre va a tener presente todo lo bueno que le
aprendió a mi mamá, que me quiere, que me va a extrañar mucho y jura que cuando
esté bien y gane su dinerito me va a llevar con ella. Lloramos juntos el resto
de la noche. De nuevo platicamos de cuando éramos felices y ya muy tarde, o muy
temprano, según como se vea, ella entra a la casa prometiéndome que va a
construir su vida poniéndole muchos ratitos de felicidad. Yo todavía me quedo
un rato ahí, contento por ella y triste por mí. Y otra vez siento miedo.
Todo
cambia muy rápido, no sé qué pasó con mi vida de hace un año, ni de hace seis
meses… ¿La soñé o fue real? Tal vez sólo soy un producto de mi imaginación, y sí
es así, debo imaginarme mi vida de una mejor manera. Lo bueno es que la
ciudad está más cerca, nada más a media hora de aquí.
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En
la ciudad todo es cemento o ladrillo: las calles, las banquetas, las paredes,
yo salgo todos los días a caminar y me gusta llenarme de sol y viento mientras observo
todo. A veces el aire trae cosas de muy lejos, como esas semillas que corren y
brincotean por la banqueta, empujándose unas a otras por culpa del viento que
las arrastra. Alguna que otra semilla se atora en las grietas del concreto y de
repente una logra germinar, dejando crecer un tallo que se abre camino entre
la piedra para convertirse en planta y recibir la luz del sol. No sé si es alegre o triste ver el éxito
de esa planta que logra erguirse solitaria en el cemento, rodeada de pies que
avanzan de prisa, rozándola al pasar.
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Hasta luego.
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